La hierba me cosquillea los brazos. El cielo es inmenso. Las
nubes se deslizan con sabia lentitud, reflejando la conciencia. Alguna mosca
perturba la paz del oído y temo la visita de alguna avispa que me pase inadvertida.
Pero sobre todo son las manos las que juegan, enraizándose, tirando del suelo,
arrancando la hierba, hierba que va a parar a mi nariz, a mi boca, para
sentirla, para sentirme un todo. Mi alma es el alma del universo. Mi historia
no puede ser muy diferente de la de ese suelo natural. Ellos conversan
pausadamente, hablando de alguna cosa sin importancia, ausentes al silencio del
mundo que nos envuelve, que nos permite Ser. Mis angustias quedan lejos, sus
gritos amortiguados son percibidos como desde una vasta lejanía. Una bandada de
pájaros salpica el cielo moviéndose en comparsa, ondulándose como una cinta
alegre en el inabarcable ojo azul. Quietud. Ahora sólo puedo amar. Ahora he
podido sentir el alivio de olvidarme de mí mismo.
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