A Homero.
Mientras la
dulce Eos,
la de
rosados dedos,
toca la lira
del cielo,
el ingenioso
Odiseo
cruza el
vinoso Ponto
y se dirige
solo
hacia su
añorado hogar.
Ya divisa a
lo lejos
la isla de
sus sueños
y, con su
velera nave
adelantando
a las aves,
pisa por fin
el suelo
querido de
los huertos
donde solía
jugar.
Con las
barbas al vuelo
y los
hombros cubiertos
por el gran
manto del sol,
semejante en
todo a un dios,
llega ante
su palacio
y ve justo
en el patio
a varios
Pretendientes.
Con la
broncínea espada
su justicia
desata
y se derrama
la sangre
del egoísmo
y sus males
como si
fuera vino
corriendo
como un río
que cae en
la escalinata.
Ulises deja
atrás
la puerta
sin cerrar
y fugaz como
una estrella,
con sus
relucientes grebas,
da muerte a
todo el resto
de falsos
caballeros
que no
supieron amar.
Sin dejar de
correr,
encuentra a
su mujer,
la fiel y
hermosa Penélope,
en esa
alcoba de tréboles
que la
memoria guarda
intacta con
la cama
solo
deshecha por él.
Venciendo
todo obstáculo,
cortando los
tentáculos
de su
propios monstruos fieros,
vuelve el
divino Odiseo
a unirse con
su esposa
que, siempre
silenciosa,
le ofrece su
eterno amor.
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