¿Te acuerdas de cuando paseábamos por la Rue Saint Martin y
nos deteníamos en la cafetería del Lion d’Or a tomar leche con galletas? Era
nuestro momento favorito del día, al atardecer, mirando por la ventana mecerse
el río indefinido, perderse incógnito, como la suavidad de la manta al caer en
mitad de la noche, y tú imaginabas ninfas bailando dentro del río, cuando sólo
era el murmullo, unos chapoteos sueltos en la corriente inmortal. Y tu pelo
brillaba absorto de luz, con la huella de mis manos que lo habían acariciado
toda la jornada. El silencio nos afinaba como a dos violines destinados a tocar
juntos en una orquesta, porque tocábamos en una orquesta: estábamos rodeados de
gente que vibraba junto a nosotros.
Mis dedos recorrían toda tu forma. Eras el calco escultórico
del canto de un pájaro, eras como el río, que ahoga todas las verdades y las
sustituye por una belleza simple y perenne. Descansábamos uno en el otro,
absolutos, sin necesidades espirituales ni físicas, pero incluso eso parecía no
ser el amor, parecía ser algo que no cabe en ninguna palabra y está presente en
todas, como ese enigma que habita en cada espacio de nuestro tiempo. Valeria,
tú y yo nos amábamos porque adivinábamos quienes éramos, porque cada silencio
arraigaba más nuestra mutua comprensión y porque nos rendíamos felices ante el
misterio de nuestro vínculo.
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