No sé muy bien cómo he
llegado a esta isla. Me parece el lugar más inhabitable de la Tierra. Todo en
ella me asquea: los bancos de algas en la playa, el sol que arde en la piel,
las piedras que se clavan en las plantas de los pies, la selva sofocante…
Expirar, morir, eso es todo lo que uno desea cuando llega aquí. Desaparecer, al
fin, tragado por las mareas, deshidratado bajo un sol sin piedad, desangrado
entre las rocas de la cala.
A media tarde, me
despierta el agua inundándome los pulmones. La marea ha subido mientras dormía.
Me incorporo entre accesos de tos, escupiendo en el agua oscura y salada que me
constriñe, que me atrae hacia su abismo de perdición.
En esta isla, tu amor
ya no me parece algo valioso. Me viene a
la memoria tu espalda abandonándome y la
melodía -que antes adoraba- ahora suena tan lejana, tan triste, tan poca cosa…
También siento miedo de perderte y de perderme a mí mismo y al mundo, miedo de
vivir para siempre en este vértigo acosador e inhumano.
No me duele el destierro en esta isla; me duele estar
desterrado de mí mismo. ¡Si al menos tuviera la belleza de la puesta de sol, la
belleza del canto de los pájaros, la belleza de las estrellas cada noche!
Cuando el dolor está en cada cosa que miras, cuando no hay ya nada que ver, ¿qué
podemos hacer?
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