Ayer intenté reparar el muñeco de
hojalata, ése que tiene la cabeza desprendida del cuerpo pero que avanza
impasible por el parqué de la casa. "Es mejor dejarle así" me dije después de
varios intentos vanos. No había manera de encajar las piezas. Quizá tampoco era
necesario. Había suficiente poesía en ese cuerpo que caminaba con seguridad
automática, que no se molestaba en tomar direcciones inopinadas, que seguía su
pulso ortodoxo y previsible hasta que se le terminaba la cuerda y sus pasos se
volvían espesos y un pie se detenía en lo alto y el otro, a punto de alzar el
vuelo. Y entonces vuelvo a darle cuerda y empieza a caminar otra vez con brío,
casi con entusiasmo, pero basta mirarlo unos segundos desde arriba para darse
cuenta de que su andar es lento y de que no termina de llegar a ninguna parte. Sin
embargo, él tiene la ilusión de que progresa, de que paso a paso va ganando
terreno y deja atrás sus tormentos de hojalata. Sus brillantes brazos se
balancean animosamente, imprimiendo fuerza a las piernas que en sus sueños le
llevan lejos. Pienso que sería aún más feliz si no fuera un muñeco descabezado,
si fuera un muñeco como los demás que giran su cabeza alegremente de un lado a
otro. A pesar de que sus ojos no disfrutan del paisaje sabe contentarse con su
suerte. Sólo por este motivo me he prometido a mí mismo que nunca dejaré de
darle cuerda.
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