A veces se le veía
pasear por el parque, sumergido en sus pensamientos, articulando en voz alta un
discurso cuyo destinatario era él mismo. El muchacho vestía un abrigo de plumas
verde, que le hacía parecer más orondo de lo que era, y un gorro de lana negro,
que le confería cierto aire infantil, aunque ya debía tener más de veinte años.
Solía pasear hacia el atardecer, aproximadamente media hora antes de que los
guardas cerrasen el parque. Ninguna de las veces que pude observarle fui capaz
de penetrar el propósito de sus paseos.
En líneas generales,
advertí dos fases en su comportamiento peripatético: la primera tenía lugar
cuando brotaba de su boca, con fuerza aparentemente invencible, un soliloquio
acompañado de enérgicos movimientos manuales, como si esos movimientos le
sirviesen para enfatizar lo dicho u ordenar las ideas en el diagrama mental que
invisiblemente parecía tener ante sí. La segunda fase, menos frecuente que la
primera, se producía cuando el muchacho ralentizaba el paso y giraba, como una
tortuga desorientada, su esférica cabeza a un lado y otro del paseo, mirando
atentamente los robustos árboles, las neblinosas extensiones de césped, el
apelmazamiento de hojas caídas al borde del camino y todos los elementos que,
en definitiva, constituían la materialización presente de ese espacio-tiempo
determinado.
A mí me divertía más
observar al muchacho en la primera fase, porque su embebida locuacidad tenía
algo de ridículo y, al mismo tiempo, revelaba una conmovedora necesidad de
desahogo emocional. Naturalmente, llegó un momento en que mi curiosidad era tan
acuciante que empecé a seguirle con el fin de descubrir qué era aquello que el
muchacho se decía a sí mismo y que parecía ser (al menos para él) tan
importante.
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