El joven recordó que
los días de buen tiempo podía contemplarse la puesta de sol desde el amplio ventanal
del salón. Se acercó, entonces, al elevado escaparate (era una sexta planta) y examinó el cielo en busca de signos de belleza. El firmamento aparecía surcado por
hileras de nubes estratiformes y la amortiguada luz del día destacaba todas las
cosas con la misma fotográfica uniformidad. No había nada especialmente
extraordinario en la vista aérea de una calle residencial (vacía excepto por
una pareja de niños que echaban carreras montados en bicicleta), ni en la
azulada inclinación de los árboles del parque vecino, ni en la altiva
inmovilidad de las torres de viviendas que recortaban el horizonte por sus
acostumbrados bordes.
De repente, el sol
emergió de una remota nebulosa y, como por arte de magia, incendió de tonos
rosados las mismas nubes que unos segundos antes se cernían ominosamente sobre
la ciudad. La calle se vistió de colores frescos, como si la acabaran de
pintar. Las nubes se separaron entre sí, luciendo una suerte de triunfante
soledad, y los espacios de cielo malva sugerían la conciencia melancólica, intacta,
de que nada es para siempre. El cuadro que se había revelado imprevisiblemente
ante el joven era un conjuro de vida rebosante, un canto de cisne que podía fácilmente
confundirse con una ensoñación. En el acto mismo de sacar el móvil para hacer
una fotografía, supo que aquel espectáculo efímero no podría inmortalizarse con
justicia en ningún dispositivo electrónico. Así que dejó el móvil en el
bolsillo y siguió atestiguando la muerte de aquel día, feliz y triste,
irrepetible, como cada momento vivido. Y siguió observando esa magnífica transitoriedad,
a punto de ceder al llanto, mientras un perro ladraba desconsoladamente en el
apartamento de al lado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario