El tipo hizo su
aparición de repente, en la puerta de lo que, segundos antes, había juzgado una
fábrica. Debía de tener menos de treinta años, pero su larga y frondosa barba le
hacía parecer un mendigo viejo. Me invitó a que cruzara la verja que separaba
la calle de su domicilio. Un enorme foco (similar a los que se emplean en los
rodajes de películas) arrojaba, desde la esquina formada por el final de la verja
y la fachada del extraño edificio, un potente haz de luz que cruzaba
transversalmente el patio y que otorgaba protagonismo, incidentalmente, al
lastimero conjunto de bragas y sujetadores que pendía de una cuerda, bajo una
de las ventanas del edificio consecutivo. Un par de motos abrazadas, una bañera
encabritada y el torso andrógino de un maniquí decapitado eran algunos de los
objetos que el ojo podía distinguir en la penumbra, una penumbra que
recordaba a la que se cierne sobre el patio de butacas cuando una función está a
punto de comenzar.
El tipo me invitó a pasar, empujando la misma puerta por la que había aparecido y que constituía un
grabado histórico de declaraciones amorosas, insultos, palabras inventadas,
bocetos soeces y marcas de navaja. En cuanto entré, algo
me impulsó a mirar hacia arriba. La palabra “loft” apareció en mi conciencia y
estuvo a punto de materializarse y echar a volar por el aire frío de la
estancia, pero por algún motivo decidí que el término no era exacto y me lo guardé
para mí. Mientras tanto, un alud de procesos perceptivos me mantenía ocupado y
mi anfitrión no hizo demasiadas notas a mis impresiones; parecía como si
quisiera que fuese yo el que hablara, y se mantenía estratégicamente callado o
soltaba algún comentario neutral, anodino, que buscaba una confirmación
contundente por mi parte, o acaso una refutación igual de enérgica. Sentí la
espaciosidad del lugar como una especie de distante desamparo y, notando que el
silencio empezaba a volverse denso entre mi anfitrión y yo, me lancé a la
automática sarta de elogios diplomáticos.
La iluminación de la
casa era dispersa, aunque suficiente. Sus altísimos techos estaban
construidos con tejas de plástico que permitían adivinar la opaca noche más
allá de ellas. Aquel templo vintage estaba compuesto de tres plantas: en la
baja (donde nos encontrábamos) estaba la cocina y un par de estudios; en la
primera, estaban las habitaciones de los artistas que compartían el domicilio;
en la segunda, había más estudios. Algunos estudios estaban encubiertos por cortinas
translúcidas y otros mostraban impúdicamente el desorden, quizá genial, de su
prolífico y ausente artista. Mientras mi anfitrión confirmaba mis sospechas al
comentar que el edificio había sido, no mucho tiempo atrás, una fábrica de
lapiceros, yo me dejaba llevar por una suerte de trance contemplativo, en el
que mi mente no trataba de buscar una conexión lógica entre un banco de iglesia
y un neumático de repuesto, entre una taladradora y una escultura de hielo,
entre una exuberante madreselva artificial y la aterrada mirada de un niño en
una fotografía en blanco y negro. Concluí que aquel caos debía
necesariamente estimular la creatividad de los que vivían en él, que estaba
siendo testigo del modo de vida de un grupo de personas, más que de un proceso
esporádico de hábitos extravagantes.
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