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miércoles, 19 de noviembre de 2014

Lo sospechoso de una puerta


¿Sabes? Es extraño que en tanto tiempo no me haya dado cuenta. Las mismas paredes, la misma dureza del catre, la misma luz entrando por el alto ventanuco en el cuchitril maloliente. Apenas puedo distinguir mi cuerpo entre la sombra y la sábana. Y no hay nada aquí, nada excepto el catre, la puerta y yo. Siempre la he visto ahí, cerrada como un punto final, como una superficie intratable, como una realidad que no admite discusiones. Ella no sólo confirma mi cautiverio, sino que también ha decidido lo que soy, cómo soy, lo que me corresponde en esta vida.  Está aquí para definirme, delimitarme, confinarme, encerrarme. Y lo más raro es que hasta ahora siempre he pensado que esto era mi naturaleza; esto, mi destino; éste, mi trozo del pastel (ese que gustoso hubiera intercambiado por cualquier otro a la mínima ocasión).
Yo no sé mucho de puertas –nunca he salido de esta habitación-, pero ésta que tengo delante la conozco tan bien que podría afirmar que las he visto todas. Mis ojos me la dibujan robusta, con una aparatosa cerradura, con un pomo casi risible; en su día, alguien me convenció de que estaba cerrada con triple vuelta de llave y que la llave no la tengo yo, que otro la arrojó al mar antes de que yo naciera.
Sin embargo… ¡qué raro lo de hoy! Me he levantado, he vacilado en la penumbra, mi mano temblorosa ha agarrado el pomo y… ¡nada, no ha agarrado nada! Mis ojos tanteaban la puerta, pero mis manos veían el vacío. Me quedé un rato de pie, sin dar crédito a lo que ya había empezado a sospechar unos días atrás. Reuní el coraje suficiente para atravesar la puerta. En efecto: había salido, estaba fuera.
No es que yo sea un fantasma; es que nunca hubo puerta.