A mi padre.
Ya vuelven tus pies a caminar con paso
seguro,
y tu voz vuelve a ser tonante.
Ya vuelve el calor de tu entusiasmo
a derretir la escarcha de tus ojos,
y la depresión de tu costillar
a sugerir la carnosa montaña del
optimismo.
Ya vuelves, padre, de la sombra
innombrable
que nos acecha al doblar la esquina de
nuestros pensamientos.
Ya vuelves del hondo agujero, pozo del alma
donde se ahogan las lágrimas
y donde la realidad es un pulso muerto.
Ya vuelves al mundo de los vivos,
sacudiéndote la oscuridad de los
hombros,
remojando tu garganta seca en la fuente
del devenir.
Ya vuelves para dejar atrás las
angustias policíacas,
las habitaciones maníacas,
la blanca desolación del mutismo
insobornable.
¡Oh, tráfago inmortal,
pena sin final,
aléjate, aléjate un poco para que mi
cuerpo descanse siquiera un momento
en la visión de un cuadro, en la línea
de un libro, en el rostro de la tarde!
¡Olvídame, olvídame durante un rato
para que pueda abrazar a los míos con verdadero afecto,
para mirarles con mis ojos de cielo y
darles a beber dulces palabras!
Y si tengo que regresar a ti, sombra
despiadada,
lo haré siendo un hombre nuevo,
uno que no te crea y que sepa mirarte
con distancia y comprensión,
uno que blanda la blanda espada contra
tu aliento amargo
y que saboree tus inquietudes con la
sabiduría del justo.
Cuando vuelva, ya no tendré miedo de
ti,
mi rubia, polvorienta, inseparable
sombra.
1
de diciembre de 2016.
[Derechos de autor Yago Vasil].