Recuerdo que el cielo estaba nublado, soplaba un viento áspero y yo
estaba, como siempre, de rodillas al borde del estanque. El agua reflejaba las
nubes y mi cabeza de niño, que mostraba un rostro profundamente concentrado. De
repente me percaté de un punto que brillaba en mi frente. Me pasé una mano por
ella, pero el punto luminoso seguía allí. Inclinándome un poco más, me di cuenta de que
en realidad provenía del fondo del estanque. Observándolo con detenimiento, tuve la impresión de que podía ser
el ojo del monstruo que tantas veces había creído adivinar en las profundidades
y me asusté al sentir esa pupila clavada en mí con tanta fijeza. Pero
no sucumbí al miedo y seguí mirando inexplicablemente ese ojo brillante,
terriblemente inquisidor.
Después de unos minutos, comprendí que se trataba de una moneda, una
de esas antiguas pesetas con un agujerito en el centro. El miedo desapareció
por completo y, con él, algo del interés que había depositado en ese
descubrimiento. Sin embargo, algo me invitaba misteriosamente a no perder de vista la brillante moneda.
Se puso a llover. Al principio cayeron tímidamente algunas gotas,
alterando la superficie del agua con delicadas ondas, pero no pasó mucho tiempo
hasta que oí el rugido de las nubes sobre mi cabeza y rompió a llover con
fuerza. El estanque se enturbió, convirtiéndose en un hervidero de gotas
saltarinas que me impedían distinguir el fondo.
Únicamente la moneda seguía allí, imperturbable, y su brillo parecía intensificarse hasta llegar a ser un resplandor
en medio de la turbulencia de las aguas.