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domingo, 29 de junio de 2014

Una moneda en el fondo del estanque


Recuerdo que el cielo estaba nublado, soplaba un viento áspero y yo estaba, como siempre, de rodillas al borde del estanque. El agua reflejaba las nubes y mi cabeza de niño, que mostraba un rostro profundamente concentrado. De repente me percaté de un punto que brillaba en mi frente. Me pasé una mano por ella, pero el punto luminoso seguía allí. Inclinándome un poco más, me di cuenta de que en realidad provenía del fondo del estanque. Observándolo con detenimiento, tuve la impresión de que podía ser el ojo del monstruo que tantas veces había creído adivinar en las profundidades y me asusté al sentir esa pupila clavada en mí con tanta fijeza. Pero no sucumbí al miedo y seguí mirando inexplicablemente ese ojo brillante, terriblemente inquisidor.
Después de unos minutos, comprendí que se trataba de una moneda, una de esas antiguas pesetas con un agujerito en el centro. El miedo desapareció por completo y, con él, algo del interés que había depositado en ese descubrimiento. Sin embargo, algo me invitaba misteriosamente a no perder de vista la brillante moneda.
Se puso a llover. Al principio cayeron tímidamente algunas gotas, alterando la superficie del agua con delicadas ondas, pero no pasó mucho tiempo hasta que oí el rugido de las nubes sobre mi cabeza y rompió a llover con fuerza. El estanque se enturbió, convirtiéndose en un hervidero de gotas saltarinas que me impedían distinguir el fondo.
Únicamente la moneda seguía allí, imperturbable, y su brillo parecía intensificarse hasta llegar a ser un resplandor en medio de la turbulencia de las aguas. 

miércoles, 18 de junio de 2014

Literatura para despertar.



Tras dar un suspiro, el escritor prosiguió:
-He escrito mucho con lágrimas, emborronando páginas y páginas con mi sufrimiento, esa arcilla negra con la que daba vida a mis personajes. No me ha valido de mucho contagiarlos con mi miseria, hacerlos moverse con los hilos de mi angustia y calcular minuciosamente su destino con esa imperiosa necesidad de control que siempre me ha caracterizado. La aritmética del suceso narrativo ha demostrado su fracaso ante la magia que supone no saber qué va a suceder en la historia; así he empezado a creerlo y así estoy tratando de escribir ahora.
Me he dado cuenta de que la verdadera poesía nace del estupor con que el escritor descubre la historia que está contando, como alguien que se hubiese perdido en un bosque y que solo contara con una linterna para orientarse. Sería absurdo pensar que los árboles heridos por ese haz de luz han sido creados por quien los ilumina. De la misma manera, el escritor tampoco debe vanagloriarse de haber creado algo genial, sino tal vez de haber alumbrado un poco lo que había en la sombra.
No trato de ser un revolucionario social, ni un líder religioso, ni un ego intelectual. Mi única pretensión es despertar a los demás, despertar sus conciencias hacia el misterio de lo que son, el misterio de lo que somos. La literatura debería ser un acto humano, un medio de conexión con los demás, esa intimidad que no conoce nombres y que aspira a explorar todo lo que somos y todo lo que es. Escribir es observar y deleitarse en la observación. No es buscar, es el siempre encontrar. No debe ser muy diferente del resto de actividades humanas: una forma como otra cualquiera de amar la vida. 

sábado, 7 de junio de 2014

Un encuentro para olvidar.


Penélope miró a Magdalena, fascinada, sin dar crédito a lo que veían sus ojos.
-¡Es increíble!
Magdalena le preguntó.
-¿Qué es increíble?
Penélope siguió pestañeando, fuera de sí. Se pellizcaba el brazo y reía nerviosamente, tapándose la boca con la mano.
-¿Qué ocurre? –volvió a preguntar Magdalena.
Penélope clavó sus grandes ojos en los de su nueva amiga.
-Yo a ti ya te he visto antes. Ya nos conocemos.
-¿Nos conocemos? Mira que tú a mí no me suenas… -dijo Magdalena, mirándola distanciadamente.
-No es la primera vez que te veo, eso puedo jurarlo. ¿No te acuerdas de mí?
-Creo que no.
-Prueba a mirarme con otros ojos.
-¿Con cuáles sino con los únicos que tengo?
-Trata de pensar en cuando no estábamos aquí, cuando no teníamos cuerpos ni pertenecíamos al mundo, cuando no había tiempo. ¿Te acuerdas? Era el tiempo en que no existía…
-No –dijo Magdalena, visiblemente agitada-. Creo que se está equivocando de persona. Por favor, discúlpeme, mi novio me espera.
Magdalena se alejó, sintiendo latir violentamente su corazón, abrumada por la turbación que le había provocado ese desagradable encuentro. Afortunadamente vio a Jaime, que estaba conversando con unos amigos bajo el arco del jardín, y se dirigió allí a toda prisa.
-Era el tiempo en que no existía el miedo –concluyó Penélope en un susurro, con la copa en los labios y los grandes ojos siguiendo a Magdalena.

martes, 3 de junio de 2014

Valeria y yo.


¿Te acuerdas de cuando paseábamos por la Rue Saint Martin y nos deteníamos en la cafetería del Lion d’Or a tomar leche con galletas? Era nuestro momento favorito del día, al atardecer, mirando por la ventana mecerse el río indefinido, perderse incógnito, como la suavidad de la manta al caer en mitad de la noche, y tú imaginabas ninfas bailando dentro del río, cuando sólo era el murmullo, unos chapoteos sueltos en la corriente inmortal. Y tu pelo brillaba absorto de luz, con la huella de mis manos que lo habían acariciado toda la jornada. El silencio nos afinaba como a dos violines destinados a tocar juntos en una orquesta, porque tocábamos en una orquesta: estábamos rodeados de gente que vibraba junto a nosotros.
Mis dedos recorrían toda tu forma. Eras el calco escultórico del canto de un pájaro, eras como el río, que ahoga todas las verdades y las sustituye por una belleza simple y perenne. Descansábamos uno en el otro, absolutos, sin necesidades espirituales ni físicas, pero incluso eso parecía no ser el amor, parecía ser algo que no cabe en ninguna palabra y está presente en todas, como ese enigma que habita en cada espacio de nuestro tiempo. Valeria, tú y yo nos amábamos porque adivinábamos quienes éramos, porque cada silencio arraigaba más nuestra mutua comprensión y porque nos rendíamos felices ante el misterio de nuestro vínculo.

lunes, 2 de junio de 2014

Acerca de la conciencia y de lo que allí vislumbró.

Le parece que cada vez el cielo es más azul y la ciudad resplandece más. Cree que se debe a que algo está cambiando: una nueva flor está naciendo en la tierra desconocida de su conciencia. 
Acercarse al mundo desde su intimidad le lleva a un reconocimiento que está más allá de la palabra. Observa que cada cosa tiene su forma, excepto la que contiene todas, que es la única verdadera. Nacer y morir no le parecen hechos tan relevantes en comparación con la inimaginable aventura que hay entre medias, siempre que esta aventura la viva en términos de su presente inagotable, ese maná que tantas veces se le escurre, como el agua entre los dedos, ante la solidez de un pasado que le ha dejado huella y de un futuro incierto que le inspira temor. 
Si pudiera salir de la mentira del reloj y ser como el sol, eterno, presente, puro amor desparramándose por las aceras, conciencia que todo lo integra y nada rechaza, filtro a través del cual la belleza es una evidencia incontestable, obtendría por fin lo que nadie le puede sustraer: la dicha de ser.