Jaime se sentó en el
único escritorio que quedaba libre en la segunda planta de la biblioteca.
Enfrente de él, una chica rubia trabajaba con su ordenador portátil. Una lámpara
de mesa se erigía cual celosa muralla entre el rostro de Jaime y el de la
chica. Jaime únicamente podía ver su boca, en forma de “u”. La chica extrajo
una manzana de su bolso y le dio un crujiente mordisco. El acordeón de sus
labios tocaba una crepitante canción cada vez que le daba un nuevo mordisco.
Cuando ya había ingerido aproximadamente la mitad del alimento, dejó la manzana
sobre una servilleta arrugada y le dio un trago a su botella de agua. El
líquido llevó a cabo el trayecto por la laringe con normalidad, acompañado por movimientos
acompasados de la nuez. La chica pertenecía a esa clase de estudiantes que
escuchan música mientras realizan tareas académicas, y ahí estaban los
auriculares de disc jockey, como una
diadema de incomunicación, como un puente musical sobre los áureos arroyos de
su cabello.
Fue entonces cuando,
inclinándose hacia su izquierda, la chica apoyó el pómulo sobre su indiferente
mano y Jaime pudo admirar sus ojos, azul anochecer, que recorrían con avidez la
pantalla de su portátil. Un instante después, sus pupilas se clavaron en las de
Jaime. La turbación le obligó a apartar la mirada en el acto, como se aparta la
mano cuando se toca accidentalmente una sartén caliente, y en los segundos
subsiguientes, mientras fingía estudiar atentamente el papel que tenía delante,
Jaime fue arrastrado por un volcán de vergüenza, que sepultó su atrevimiento en
las cenizas de una falsa circunspección. Tras varios prudentes segundos de pose
estudiantil, volvió al ruedo y se encontró con que la mirada de la chica había
vuelto a quedar absorta en el portátil. Sin embargo, en sus labios había
aparecido una tenue sonrisa, una curva beatífica que sanó instantáneamente las
turbulencias internas de Jaime. Y después de aquello, se puso a trabajar, con
ánimo renovado, en sus deberes académicos.