El
descansillo encerrado en una pompa de jabón, con la escalera deforme, las
paredes curvas, los pasos aproximativos y entonces la figura de Sebastián
emergiendo cansada, cabezona, para situarse gravemente frente a la puerta,
mostrándome su nariz ancha como una patata, casi sintiendo su aliento tras la
mirilla. Aún permanezco unos segundos inmóvil, con la mano en el pomo,
disfrutando de la espera de Sebastián, que, en un momento perfeccionista,
decide mover el felpudo con el pie para colocarlo paralelo a la puerta. Alejo
el ojo de la mirilla y recibo a mi enemigo con un caluroso abrazo. Apesta a
tabaco. La intensa luz del vestíbulo nos deja torpemente suspendidos el uno
frente al otro. Para disimular ese apuro, le digo que me entregue su abrigo y
su bandolera, y los cuelgo cuidadosamente en el perchero.
Sebastián
se echa la oscura melena hacia atrás con un suspiro y se dirige vacilante al
salón, donde nos esperan las aceitunas, las patatas y el vino. Soy prácticamente
abstemio, pero para estas ocasiones especiales el alcohol saca un lado desconocido
de mí, una veta que me asusta y me enorgullece al mismo tiempo. Sebastián se
deja caer pesadamente sobre el sofá antiguo, que cruje sin remedio y casi
parece que se va a quebrar, y yo disimulo mi repentino desprecio ofreciéndole
el cuenco de aceitunas. Coge una de las que está al fondo, arrastrando consigo
el líquido que lagrimea sobre la tapicería roja, y se pone a hablar
atropelladamente de ese bufete en el que no se para de trabajar, de los colegas
malhumorados y displicentes, de la menopausia de su esposa, Alicia, y del
partido de fútbol de la víspera. Yo no entiendo nada de esas cosas que nunca me
han interesado. Me limito a observar las hojas meciéndose tras la ventana, el
día pálido, y mi propio reflejo, mis ojos fijos y coléricos sobre el cristal.
Cuando cojo la primera patata, Sebastián está hablando de ese cantante
latinoamericano que está arrasando. Insiste en ponerme su último éxito en el
móvil. Mastico la patata frita lentamente, mientras sus saladas aristas se
deshacen en mi saliva, mientras empieza a sonar esa basura carente de
imaginación, de ritmo troglodítico, mientras Sebastián mueve la cabeza con una
suerte de infantil convencimiento. Me resulta curioso que este sea el día en
que Sebastián va a morir y casi me conmueve el hecho de que no lo sepa, de que
esté tan relajado sobre mi sofá, escuchando su música y paladeando mis
aceitunas.
Es preciso no prorrogar
más lo inevitable. Pretextando una urgencia urinaria, me escurro por el pasillo
y me dirijo a la cómoda. Abro el tercer cajón y saco la pistola. No sé por qué,
al sopesarla, se me ocurre que quizá el testamento de Sebastián esté detrás de alguna
de las estanterías de su casa, perdido entre tanto pleito y tanta defensa.
Pienso que Alicia lo encontrará en algún momento, más adelante, tras el funeral. Me guardo la pistola en el bolsillo y vuelvo al salón luminoso, cálido,
donde Sebastián está ahora de pie, apuntándome con una Federson exactamente
igual que la mía y temblando como un niño en su primera obra de teatro escolar.
No sé por qué al dispararme, Sebastián cayó redondo sobre el parqué, y yo sentí
el suelo en la cara, y vi sus ojos asustados que comprendían, que al fin
comprendían, mientras me palpaba el torso y veía la sangre en mi mano, y el
quejido último, y el salón luminoso, cálido y tranquilo como una inmejorable
despedida, y la ventana, y las hojas meciéndose tras el cristal.