Dejé la caja en el maletero, soltando un suspiro.
-Es lo mejor que he podido hacer en quince años –decía mamá, mientras
bajaba las escaleras cargada con una maleta más grande que ella.
Adrián estaba en el jardín. Miraba el horizonte, lleno de nubes malhumoradas
y sol melancólico. El viento hacía susurrar los árboles. El frío había
enrojecido sus mejillas. Me acerqué a él.
-¿Es que mamá ya no quiere a papá? –me preguntó.
-No es eso. Es sólo que necesita cambiar de vida durante un tiempo.
Después volverán a estar juntos –mentí.
Adrián volvió a mirar el horizonte, soltó una tosecilla y miró a su dinosaurio
de peluche. Lo abrazó con fuerza.
-¡Vamos, niños! ¡Cuánto antes nos vayamos de aquí mejor! –gritó mamá
desde el coche.
Adrián subió al coche. Yo me quedé unos segundos más. El
columpio, con algunas hojas en los asientos, se balanceaba ligeramente. Inopinadamente,
habían florecido unas setas en medio del césped. Las enredaderas trepaban por
el borde de la fachada hasta casi tocar el tejado. Algo me impulsaba a grabar
todos esos detalles en la memoria. En la ventana abierta del segundo piso había
una luz tenue, pero papá no se asomaría diciendo adiós con la mano.
Subí al coche y tardé en conseguir ponerme el cinturón. Al atravesar
la cancela abierta, noté que mamá se tranquilizaba. Sentí su mirada en
el retrovisor. Me giré para ver la casa por última vez. Los músculos de mi cara
se tensaron y la casa quedó desfigurada por mis lágrimas. Me mordí los labios,
esperando que ese dolor apaciguara el otro. Después decidí mirar el paisaje por
la ventanilla. Todo desintegrándose hacia atrás, la sucesión de árboles y
señalizaciones condenadas al olvido. Todo se iba quedando atrás.