Confieso que te he sido infiel. Me
he dejado deslumbrar por Londres, por la interracialidad de sus calles, por la
música ensordecedora de su tráfico, por la espesura sus parques. En los últimos
meses, he impersonado un idioma que no me pertenece, he trastabillado en
sílabas impronunciables y he olvidado tus nombres, el sabor de tus frases
escritas. Después de mucho tiempo, retomo la pluma para decirte que el inglés
es mi amigo, no mi amante, que jamás podría renunciar a lo que siento más mío.
Pero sí: he tenido que fatigar expresiones foráneas para darme cuenta de lo
mucho que me gustas. No creo que haya nada de malo en esta amistad de la que te
hablo (una amistad, antes bien al contrario, enriquecedora), pero una sola es
la lengua que silba en mi boca. Con cariño, con ilusión, con determinación, vuelvo
a ti, ¡castellano mío!, para firmar con sangre nuestra alianza literaria,
vital. La sensualidad de tus ritmos, la riqueza de tus voces, el calor de tus
frases son la piel que visto, el aliento que me habita por dentro. A tu lado,
he reído y he llorado, he usado tus expresiones más viles y he expresado los
pensamientos más elevados. Amo cada uno de tus matices, tu humor cambiante, la ambigüedad
deliciosa de tu decir emocionante, familiar, infinito. Gracias por ser mío y por
ser tuyo; gracias por darme el mundo y hacerme imposible llegar a él; gracias
por significar para mí lo que ninguno de tus diccionarios puede registrar.