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lunes, 25 de enero de 2016

¡Castellano mío!



Confieso que te he sido infiel. Me he dejado deslumbrar por Londres, por la interracialidad de sus calles, por la música ensordecedora de su tráfico, por la espesura sus parques. En los últimos meses, he impersonado un idioma que no me pertenece, he trastabillado en sílabas impronunciables y he olvidado tus nombres, el sabor de tus frases escritas. Después de mucho tiempo, retomo la pluma para decirte que el inglés es mi amigo, no mi amante, que jamás podría renunciar a lo que siento más mío. Pero sí: he tenido que fatigar expresiones foráneas para darme cuenta de lo mucho que me gustas. No creo que haya nada de malo en esta amistad de la que te hablo (una amistad, antes bien al contrario, enriquecedora), pero una sola es la lengua que silba en mi boca. Con cariño, con ilusión, con determinación, vuelvo a ti, ¡castellano mío!, para firmar con sangre nuestra alianza literaria, vital. La sensualidad de tus ritmos, la riqueza de tus voces, el calor de tus frases son la piel que visto, el aliento que me habita por dentro. A tu lado, he reído y he llorado, he usado tus expresiones más viles y he expresado los pensamientos más elevados. Amo cada uno de tus matices, tu humor cambiante, la ambigüedad deliciosa de tu decir emocionante, familiar, infinito. Gracias por ser mío y por ser tuyo; gracias por darme el mundo y hacerme imposible llegar a él; gracias por significar para mí lo que ninguno de tus diccionarios puede registrar.