A Mario F. Gude
Te
sugerí sentarnos en la hierba
y fuimos
al pequeño mirador,
sobre
la entrada que conduce al templo.
Allí
nos detuvimos
a mirar
a la gente, a los coches,
a esa
tarde sin nombre que regaba
el sol
en nuestra nuca.
Rendimos
confiadamente el cuerpo
a nuestra
madre tierra
y la
mirada se posó en el cielo.
Como
un río brotaban las palabras,
nuestros
labios cantaban sueños, miedos,
amores,
desengaños y alegrías.
Mientras
se desplegaba el diálogo,
la hierba
se pegaba a nuestros codos
y a la
camisa, y a la risa nostálgica,
y nos
acariciaba la mirada
de una
desconocida.
Compartiendo
nuestras filosofías,
pude
sentir esa felicidad
de
sincerarse con un semejante
y
afianzar la amistad.
Quien
tiene un amigo tiene un tesoro,
si
sus confesiones son de oro puro,
que entre
amigos de veras
nunca
se acepta el bronce.
Hablamos
del pasado y del futuro,
pero
la vida discurría allí,
en el
parque inmortal,
y allí
quiero quedarme
bajo
cipreses que apuntan al cielo.