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lunes, 23 de enero de 2017

A Polo y Dafne



Era un hombre solitario, como todos los genios. Para evitarnos problemas le llamaremos de aquí en adelante Polo. A Polo le gustaban las mujeres. No podía remediarlo. Las miraba constantemente, ya paseara por la calle, fuera al súper o se metiera en algún bar. A Polo le gustaban los bares, los bares llenos de jazz y de mesas vacías. Era su modo de reconectar con su verdadera naturaleza y relajarse un poco. Otros hacían pilates, acupuntura, meditación… Polo se sentaba en un taburete y se quedaba mirando los estantes repletos de botellas, las fotos de saxofonistas, las bellas y ajetreadas camareras…Por eso se alegró tanto cuando aquella noche descubrió el nuevo bar, uno que acababan de poner en la calle Jazmín, antes de llegar a la Plaza de Monteagudo. Sobre la entrada, cuatro palabras: BAR CAFETERÍA EL LAUREL. Entró con paso vacilante, con una timidez que no era propia de él, y miró torpemente a su alrededor en busca de la barra. A un lado del escenario iluminado, donde un contrabajo descansaba contra una silla, Polo distinguió a una muchacha azulada, imprecisa, que servía las primeras copas de la noche a los primeros clientes. Era Dafne, por supuesto, pero esto Polo no lo averiguaría hasta dos horas y siete minutos más tarde. Se acercó a la barra con la misma sensación que experimentó su hijo Lino cuando Polo le regaló, veinticuatro navidades atrás, una nave espacial, y pidió mecánicamente un gin-tonic con limón, por favor. Dafne tenía un culo portentoso, sobre todo en relación al resto de su más bien magro y nínfico cuerpo. Polo chupó el limón con más delectación que de costumbre y jugueteó nerviosamente con los hielos que flotaban en la superficie de la copa.
Las primeras notas del saxo le sacaron de su dulce ensimismamiento y, cerrando los ojos, dejó que la música le embriagara hasta la punta del recuerdo, donde estaba él, con Jaime, Diego y los otros chicos ensayando en aquel garaje inmundo durante la primavera de 2017. Su novia por aquel entonces, África se llamaba, les miraba sentada sobre un amplificador, con la barbilla apoyada sobre las rodillas. Y los ojos marrones de África tenían algo que ver con el piano en esa versión de Summertime que se desgranaba lentamente, casi sin público, y con aquella vez en que ella había llorado sobre su hombro al decirle que ya no le quería. Una profunda nostalgia, que solamente puede sentirse desde la música, le hundió en sí mismo, como un bebé hundiéndose en la cuna, como un místico hundiéndose en la morada interior. Y sintió la inmortalidad de todas las cosas, quietas en su móvil perfección, como cuando se resuelve por fin un problema matemático tras varias horas de incomprensión. Dafne le miró desde un extremo de la barra, secando concienzudamente un vaso con un trapo. No debía mirarla demasiado para que ella no se asustara, para que ella no pensara que Polo era uno de esos viejos babosos que no tienen nada mejor que hacer que irse a un bar a mirar los culos de las camareras. Polo era diferente. Polo era un hombre importante, aunque nadie le conociera.
Cuando terminaba Strangers in the Night, Polo vio que las mesas del bar estaban mucho más llenas. Se alegró de que la música hubiera triunfado, atrayendo a todos esos corazones al gran corazón de viento y cuerda. Eran casi las once. Polo supo el número de copas que llevaba gracias a los cinco húmedos círculos, casi concéntricos, que había dibujados sobre la barra. Dafne se había recogido el pelo en una coleta y se abanicaba el rostro colorado con la mano.
―Oye, bonita, ¿cómo te llamas?
Ella se acercó a Polo, esperando oír otra cosa.
―Digo que cómo te llamas.
Polo se fijó en la purpurina de sus párpados.
―Dafne –contestó ella, sonriendo.
―¿Qué edad tienes?
―Veintidós, señor.
―Eres preciosa, ¿sabes? Me habría gustado tener una hija como tú… tan guapa.
―Gracias, señor –dijo Dafne, y se alejó rápidamente para atender la petición de otro cliente.
Era inútil perseguirla con más preguntas. Polo sabía que no volvería a hablar más con ella, sencillamente porque no habrían tenido nada más de qué hablar. Demasiado joven. Polo miró sus manos de pianista fracasado, arrugadas y llenas de manchas. De repente, Dafne volvió hacia él y le dijo: “No se preocupe por la cuenta, señor. Es nuestro día de inauguración. Hoy invita la casa”. A Polo le pareció que Dafne le había guiñado un ojo. Polo trató de sonreírla con dulzura, con verdadera dulzura. Ella se percató y también le sonrió, aunque con más protocolo que sentimiento.
Un poco más tarde, o quizá mucho más tarde (el jazz sacaba a Polo fuera del tiempo), Dafne se soltó la coleta, sacudió la cabeza con un movimiento libre y suntuoso de su pelo rubio, se puso un abrigo y se marchó. Polo se quedó en su taburete completamente quieto, dejando que aquello sucediera, observando sus propias ganas de impedir que aquello sucediera, y luego volvió a prestar atención a la música, a la música remota, huérfana, ajena. Le pareció cómico que fuera Love Story, precisamente, la canción que cerrara el concierto de esa noche, y cuando sus pies pisaron de nuevo el suelo de la calle, buscó desesperadamente una señal que le revelara por dónde había ido Dafne. Ni las paredes de cal, ni el tren de cercanías que pasaba a lo lejos, ni el gesto del vagabundo que trataba de dormir con viejas mantas le dijeron absolutamente nada. Solamente el árbol, ese árbol que desprendía un potente magnetismo, ese árbol que encontró en la Plaza de Monteagudo parecía querer decírselo. Se acercó a él y puso una oreja sobre el tronco. A Polo no le gustaba la botánica y no tenía ni idea de árboles. Así que no pudo saber (y nunca supo) que ese árbol era un laurel.