Era un hombre
solitario, como todos los genios. Para evitarnos problemas le llamaremos de
aquí en adelante Polo. A Polo le gustaban las mujeres. No podía remediarlo. Las
miraba constantemente, ya paseara por la calle, fuera al súper o se metiera en
algún bar. A Polo le gustaban los bares, los bares llenos de jazz y de mesas
vacías. Era su modo de reconectar con su verdadera naturaleza y relajarse un
poco. Otros hacían pilates, acupuntura, meditación… Polo se sentaba en un
taburete y se quedaba mirando los estantes repletos de botellas, las fotos de
saxofonistas, las bellas y ajetreadas camareras…Por eso se alegró tanto cuando
aquella noche descubrió el nuevo bar, uno que acababan de poner en la calle Jazmín,
antes de llegar a la Plaza de Monteagudo. Sobre la entrada, cuatro palabras:
BAR CAFETERÍA EL LAUREL. Entró con paso vacilante, con una timidez que no era propia
de él, y miró torpemente a su alrededor en busca de la barra. A un lado del
escenario iluminado, donde un contrabajo descansaba contra una silla, Polo
distinguió a una muchacha azulada, imprecisa, que servía las primeras copas de
la noche a los primeros clientes. Era Dafne, por supuesto, pero esto Polo no lo
averiguaría hasta dos horas y siete minutos más tarde. Se acercó a la barra con
la misma sensación que experimentó su hijo Lino cuando Polo le regaló,
veinticuatro navidades atrás, una nave espacial, y pidió mecánicamente un gin-tonic con limón, por favor. Dafne
tenía un culo portentoso, sobre todo en relación al resto de su más bien magro
y nínfico cuerpo. Polo chupó el limón con más delectación que de costumbre y
jugueteó nerviosamente con los hielos que flotaban en la superficie de la copa.
Las primeras notas del
saxo le sacaron de su dulce ensimismamiento y, cerrando los ojos, dejó que la
música le embriagara hasta la punta del recuerdo, donde estaba él, con Jaime,
Diego y los otros chicos ensayando en aquel garaje inmundo durante la primavera
de 2017. Su novia por aquel entonces, África se llamaba, les miraba sentada
sobre un amplificador, con la barbilla apoyada sobre las rodillas. Y los ojos
marrones de África tenían algo que ver con el piano en esa versión de Summertime que se desgranaba lentamente,
casi sin público, y con aquella vez en que ella había llorado sobre su hombro
al decirle que ya no le quería. Una profunda nostalgia, que solamente puede
sentirse desde la música, le hundió en sí mismo, como un bebé hundiéndose en la
cuna, como un místico hundiéndose en la morada interior. Y sintió la
inmortalidad de todas las cosas, quietas en su móvil perfección, como cuando se
resuelve por fin un problema matemático tras varias horas de incomprensión.
Dafne le miró desde un extremo de la barra, secando concienzudamente un vaso
con un trapo. No debía mirarla demasiado para que ella no se asustara, para que
ella no pensara que Polo era uno de esos viejos babosos que no tienen nada
mejor que hacer que irse a un bar a mirar los culos de las camareras. Polo era
diferente. Polo era un hombre importante, aunque nadie le conociera.
Cuando terminaba Strangers in the Night, Polo vio que las
mesas del bar estaban mucho más llenas. Se alegró de que la música hubiera
triunfado, atrayendo a todos esos corazones al gran corazón de viento y cuerda.
Eran casi las once. Polo supo el número de copas que llevaba gracias a los cinco
húmedos círculos, casi concéntricos, que había dibujados sobre la barra. Dafne
se había recogido el pelo en una coleta y se abanicaba el rostro colorado con
la mano.
―Oye, bonita, ¿cómo te
llamas?
Ella se acercó a Polo,
esperando oír otra cosa.
―Digo que cómo te
llamas.
Polo se fijó en la
purpurina de sus párpados.
―Dafne –contestó ella,
sonriendo.
―¿Qué edad tienes?
―Veintidós, señor.
―Eres preciosa, ¿sabes?
Me habría gustado tener una hija como tú… tan guapa.
―Gracias, señor –dijo
Dafne, y se alejó rápidamente para atender la petición de otro cliente.
Era inútil perseguirla
con más preguntas. Polo sabía que no volvería a hablar más con ella,
sencillamente porque no habrían tenido nada más de qué hablar. Demasiado joven.
Polo miró sus manos de pianista fracasado, arrugadas y llenas de manchas. De
repente, Dafne volvió hacia él y le dijo: “No se preocupe por la cuenta, señor.
Es nuestro día de inauguración. Hoy invita la casa”. A Polo le pareció que
Dafne le había guiñado un ojo. Polo trató de sonreírla con dulzura, con
verdadera dulzura. Ella se percató y también le sonrió, aunque con más
protocolo que sentimiento.
Un poco más tarde, o
quizá mucho más tarde (el jazz sacaba a Polo fuera del tiempo), Dafne se soltó
la coleta, sacudió la cabeza con un movimiento libre y suntuoso de su pelo
rubio, se puso un abrigo y se marchó. Polo se quedó en su taburete
completamente quieto, dejando que aquello sucediera, observando sus propias
ganas de impedir que aquello sucediera, y luego volvió a prestar atención a la
música, a la música remota, huérfana, ajena. Le pareció cómico que fuera Love Story, precisamente, la canción que
cerrara el concierto de esa noche, y cuando sus pies pisaron de nuevo el suelo
de la calle, buscó desesperadamente una señal que le revelara por dónde había
ido Dafne. Ni las paredes de cal, ni el tren de cercanías que pasaba a lo
lejos, ni el gesto del vagabundo que trataba de dormir con viejas mantas le
dijeron absolutamente nada. Solamente el árbol, ese árbol que desprendía un
potente magnetismo, ese árbol que encontró en la Plaza de Monteagudo parecía
querer decírselo. Se acercó a él y puso una oreja sobre el tronco. A Polo no le
gustaba la botánica y no tenía ni idea de árboles. Así que no pudo saber (y
nunca supo) que ese árbol era un laurel.