El temor de ser
sorprendido en mi espionaje me mantenía a una distancia demasiado prudente como
para oír lo que el muchacho decía, pero un día conseguí acercarme lo suficiente
y presté mis atentos oídos a su voz clara, aunque algo entrecortada. Por
desgracia, no hablo ruso, por lo que no pude entender una sola palabra. Sorprendentemente,
mi curiosidad no se vio desalentada y seguí espiando al muchacho durante los días
siguientes. Fue entonces cuando advertí que la segunda fase de comportamiento
peripatético se volvía predominante con respecto a la primera, que el torrente
de palabras tardaba cada vez menos en remansarse, e incluso en secarse por
completo, en las silenciosas hondonadas de una calma consciente, a veces sonriente.
Hacia el final de nuestra unilateral relación, tuve la impresión de que veía algún
tipo de esperanza en el cielo gris, en los árboles desnudos, en el graznido de
los cuervos.
La última vez que le vi,
estuve espiándole, como de costumbre, hasta que cerraron el parque. De hecho, el
muchacho y yo fuimos los últimos en desalojarlo. A la salida, el chico se
detuvo en un pequeño puente que se alzaba sobre el canal que bordeaba el
parque. Yo pasé junto a él, fingiendo prisa por volver a casa, cuando en
realidad tenía todo el tiempo del mundo, así que, tan pronto estuve fuera de su
vista, me aposté detrás de una esquina para proseguir mi espionaje. Vi que se
apoyaba con las dos manos sobre el borde de piedra, con ojos hipnotizados por
el informe devenir del agua. Debajo, la arcada del puente se abría como una
boca musgosa, tragándose la luz de las farolas y reflejando un abismo tan
insondable como la muerte. La figura del muchacho, con su aire de tortuga, se
espejeaba tenebrosamente en el agua verde botella del canal. De repente, sus
brazos, hasta el momento tensos sobre el pretil, se plegaron bruscamente por
los codos, cediendo ante la pesadez de un cuerpo que se derrumbaba en llanto.
Los hombros se convulsionaban con violencia y el rostro había adoptado una
mueca que evocaba la cara de los esquimales. Sin embargo, los suspiros y la
respiración jadeante no dejaban lugar a dudas de que estaba llorado.
Yo habría querido ir
corriendo hacia él y darle un abrazo y decirle que todo estaba bien, pero esta
vieja silla de ruedas y el peso de mis años habrían frustrado la realización de
dicho deseo. Y aunque pude, en todo caso, haberme acercado y haberle dicho unas
palabras, yo sabía que mi intervención en la escena arruinaría el momento, que
si un desconocido (para él siempre lo he sido y siempre lo seré) trataba de
intervenir, el chico se secaría rápidamente las lágrimas, avergonzado, y haría
alguna torpe alusión al tiempo. Así que no me moví de mi escondite, sino que
sencillamente me limité a observarle, pero en esa ocasión —que yo ya intuía la
última— tan conmovido que casi me echo a llorar yo también. Me di cuenta de que
el muchacho y yo habíamos compartido muchas cosas, muchas más de las que
sospechaba. Y como, pese a que no sabía realmente cuál era su problema, tenía
la fuerte impresión de que le conocía tan bien como a cualquiera de mis hijos,
tan bien como a mí mismo, supe que ese muchacho, que en aquel momento lloraba
con tanto desconsuelo, terminaría aceptando su propio camino, que es tanto como
decir que terminaría siendo feliz.
Desde la distancia y la
oscuridad de mi escondite, que evitaba la menor posibilidad de que pudiese
verme, tendí los brazos hacia delante y le envié un abrazo consolatorio,
acompañado por un dulce susurro: «Todo está bien». Ésta es la parte más difícil
de creer de lo que pasó, lo sé, pero no me cansaré nunca de jurar que, a juzgar
por la perplejidad con la que miró a uno y otro lado y la sonrisa que poco
después se dibujó en su semblante, algo de la energía amorosa con que había
querido abrazarle había llegado, efectivamente, a su destino.