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viernes, 2 de diciembre de 2016

Ya vuelves de la sombra


                                                                                                               A mi padre.



Ya vuelven tus pies a caminar con paso seguro,
y tu voz vuelve a ser tonante.
Ya vuelve el calor de tu entusiasmo
a derretir la escarcha de tus ojos,
y la depresión de tu costillar
a sugerir la carnosa montaña del optimismo.
Ya vuelves, padre, de la sombra innombrable
que nos acecha al doblar la esquina de nuestros pensamientos.
Ya vuelves del hondo agujero, pozo del alma
donde se ahogan las lágrimas
y donde la realidad es un pulso muerto.
Ya vuelves al mundo de los vivos,
sacudiéndote la oscuridad de los hombros,
remojando tu garganta seca en la fuente del devenir.
Ya vuelves para dejar atrás las angustias policíacas,
las habitaciones maníacas,
la blanca desolación del mutismo insobornable.
¡Oh, tráfago inmortal,
pena sin final,
aléjate, aléjate un poco para que mi cuerpo descanse siquiera un momento
en la visión de un cuadro, en la línea de un libro, en el rostro de la tarde!
¡Olvídame, olvídame durante un rato para que pueda abrazar a los míos con verdadero afecto,
para mirarles con mis ojos de cielo y darles a beber dulces palabras!
Y si tengo que regresar a ti, sombra despiadada,
lo haré siendo un hombre nuevo,
uno que no te crea y que sepa mirarte con distancia y comprensión,
uno que blanda la blanda espada contra tu aliento amargo
y que saboree tus inquietudes con la sabiduría del justo.
Cuando vuelva, ya no tendré miedo de ti,
mi rubia, polvorienta, inseparable sombra.

                                                                                                                      1 de diciembre de 2016.

[Derechos de autor Yago Vasil]. 

domingo, 19 de junio de 2016

Masa morada



Esta masa morada que siento.
Tú en tu morada
y yo en mi morado de ti.
Vaya marrón, o incluso verde
si el tiempo acompaña.
Aunque parezcas malhumorada,
yo me río con tus ríos
y me mareo con tus mareas,
y te dedico esta humorada.
Algo me mueve a mar, viento y arena,
a Marte y Saturno,
y más allá;
y a morir masa morosamente
momento a momento.

viernes, 17 de junio de 2016

Aunque nadie te lo diga



Hermosísima cara,
¿qué dios sembró tan fragante brezo en tu cumbre?
¡Cómo se derrama el pelo en la almohada!
Y la frente redondeada como el agua,
y las cejas como dos pinceladas,
y los ojos que alborean la penumbra de esta habitación.
Le susurro al fantasma de un rizo junto al lóbulo de tu oreja
que no es tarde, que aún hay tiempo,
y me pierdo en la sombra de tu nariz,
y descanso en tus labios.

El mundo te ha ignorado siempre.
Tu cara vivía entre las otras como una más,
reflejando alegría o desconsuelo.
Una cara más.
Nadie te decía lo guapa que eras.

Ahora tampoco. Solo yo parezco hechizado contigo, cara bella.
El mundo sigue girando; el sol, saliendo; la noche, cayendo; la gente, pasando.
Aunque nadie te lo diga, eres hermosa, hermosísima.
Solo te pido una cosa: que me dejes seguir aquí contigo,
compartiendo la infinitud de este instante.

jueves, 24 de marzo de 2016

Cara a cara en la biblioteca



Jaime se sentó en el único escritorio que quedaba libre en la segunda planta de la biblioteca. Enfrente de él, una chica rubia trabajaba con su ordenador portátil. Una lámpara de mesa se erigía cual celosa muralla entre el rostro de Jaime y el de la chica. Jaime únicamente podía ver su boca, en forma de “u”. La chica extrajo una manzana de su bolso y le dio un crujiente mordisco. El acordeón de sus labios tocaba una crepitante canción cada vez que le daba un nuevo mordisco. Cuando ya había ingerido aproximadamente la mitad del alimento, dejó la manzana sobre una servilleta arrugada y le dio un trago a su botella de agua. El líquido llevó a cabo el trayecto por la laringe con normalidad, acompañado por movimientos acompasados de la nuez. La chica pertenecía a esa clase de estudiantes que escuchan música mientras realizan tareas académicas, y ahí estaban los auriculares de disc jockey, como una diadema de incomunicación, como un puente musical sobre los áureos arroyos de su cabello. 


Fue entonces cuando, inclinándose hacia su izquierda, la chica apoyó el pómulo sobre su indiferente mano y Jaime pudo admirar sus ojos, azul anochecer, que recorrían con avidez la pantalla de su portátil. Un instante después, sus pupilas se clavaron en las de Jaime. La turbación le obligó a apartar la mirada en el acto, como se aparta la mano cuando se toca accidentalmente una sartén caliente, y en los segundos subsiguientes, mientras fingía estudiar atentamente el papel que tenía delante, Jaime fue arrastrado por un volcán de vergüenza, que sepultó su atrevimiento en las cenizas de una falsa circunspección. Tras varios prudentes segundos de pose estudiantil, volvió al ruedo y se encontró con que la mirada de la chica había vuelto a quedar absorta en el portátil. Sin embargo, en sus labios había aparecido una tenue sonrisa, una curva beatífica que sanó instantáneamente las turbulencias internas de Jaime. Y después de aquello, se puso a trabajar, con ánimo renovado, en sus deberes académicos.

lunes, 29 de febrero de 2016

Espía en el parque (II)



El temor de ser sorprendido en mi espionaje me mantenía a una distancia demasiado prudente como para oír lo que el muchacho decía, pero un día conseguí acercarme lo suficiente y presté mis atentos oídos a su voz clara, aunque algo entrecortada. Por desgracia, no hablo ruso, por lo que no pude entender una sola palabra. Sorprendentemente, mi curiosidad no se vio desalentada y seguí espiando al muchacho durante los días siguientes. Fue entonces cuando advertí que la segunda fase de comportamiento peripatético se volvía predominante con respecto a la primera, que el torrente de palabras tardaba cada vez menos en remansarse, e incluso en secarse por completo, en las silenciosas hondonadas de una calma consciente, a veces sonriente. Hacia el final de nuestra unilateral relación, tuve la impresión de que veía algún tipo de esperanza en el cielo gris, en los árboles desnudos, en el graznido de los cuervos. 

La última vez que le vi, estuve espiándole, como de costumbre, hasta que cerraron el parque. De hecho, el muchacho y yo fuimos los últimos en desalojarlo. A la salida, el chico se detuvo en un pequeño puente que se alzaba sobre el canal que bordeaba el parque. Yo pasé junto a él, fingiendo prisa por volver a casa, cuando en realidad tenía todo el tiempo del mundo, así que, tan pronto estuve fuera de su vista, me aposté detrás de una esquina para proseguir mi espionaje. Vi que se apoyaba con las dos manos sobre el borde de piedra, con ojos hipnotizados por el informe devenir del agua. Debajo, la arcada del puente se abría como una boca musgosa, tragándose la luz de las farolas y reflejando un abismo tan insondable como la muerte. La figura del muchacho, con su aire de tortuga, se espejeaba tenebrosamente en el agua verde botella del canal. De repente, sus brazos, hasta el momento tensos sobre el pretil, se plegaron bruscamente por los codos, cediendo ante la pesadez de un cuerpo que se derrumbaba en llanto. Los hombros se convulsionaban con violencia y el rostro había adoptado una mueca que evocaba la cara de los esquimales. Sin embargo, los suspiros y la respiración jadeante no dejaban lugar a dudas de que estaba llorado. 

Yo habría querido ir corriendo hacia él y darle un abrazo y decirle que todo estaba bien, pero esta vieja silla de ruedas y el peso de mis años habrían frustrado la realización de dicho deseo. Y aunque pude, en todo caso, haberme acercado y haberle dicho unas palabras, yo sabía que mi intervención en la escena arruinaría el momento, que si un desconocido (para él siempre lo he sido y siempre lo seré) trataba de intervenir, el chico se secaría rápidamente las lágrimas, avergonzado, y haría alguna torpe alusión al tiempo. Así que no me moví de mi escondite, sino que sencillamente me limité a observarle, pero en esa ocasión —que yo ya intuía la última— tan conmovido que casi me echo a llorar yo también. Me di cuenta de que el muchacho y yo habíamos compartido muchas cosas, muchas más de las que sospechaba. Y como, pese a que no sabía realmente cuál era su problema, tenía la fuerte impresión de que le conocía tan bien como a cualquiera de mis hijos, tan bien como a mí mismo, supe que ese muchacho, que en aquel momento lloraba con tanto desconsuelo, terminaría aceptando su propio camino, que es tanto como decir que terminaría siendo feliz. 

Desde la distancia y la oscuridad de mi escondite, que evitaba la menor posibilidad de que pudiese verme, tendí los brazos hacia delante y le envié un abrazo consolatorio, acompañado por un dulce susurro: «Todo está bien». Ésta es la parte más difícil de creer de lo que pasó, lo sé, pero no me cansaré nunca de jurar que, a juzgar por la perplejidad con la que miró a uno y otro lado y la sonrisa que poco después se dibujó en su semblante, algo de la energía amorosa con que había querido abrazarle había llegado, efectivamente, a su destino.