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martes, 28 de octubre de 2014

El reloj en el espejo



Pasa el tiempo y una mañana Mr. Green se despierta entre mullidos almohadones y sábanas persas y ve la ventana abierta y a través de ella el verde de los árboles y oye el arrullo de las palomas y el ruido de la platería que uno de los lacayos está sirviendo en el comedor y el roce de los troncos que se están apilando en la chimenea. Y al ver y oír todas estas cosas, Mr. Green se dice mentalmente que si Parker no entra en la habitación en menos de un minuto él morirá allí mismo, tal como lo ha encontrado el alba. Sus ojos buscan el reloj de pared en el espejo: las ocho y media en punto. Cuando el minutero se haya desplazado ligeramente a la izquierda el joven Mr. Green habrá muerto, dejando inacabadas para el mundo todas sus obras y renunciando a añadir a su vida un solo verso más. En el transcurso de esa mínima fracción de tiempo que va a decidir su destino, siente el fresco de la mañana entrando en la habitación y colándose bajo su camisón y se le ocurre que debería cerrar la ventana. En ese preciso instante la señora Hopkins pela patatas en la cocina, Alice se empolva la cara, el señor Witchland pasa el cepillo a los caballos, la prima Annie está llegando al final de su novela y Parker entra en la habitación de Mr. Green anunciando que el desayuno está listo. El mayordomo se sorprende al ver que su señor está todavía en la cama. Las sábanas persas y las telas del dosel oscilan lánguidamente. Desde fuera llegan con claridad los murmullos de las palomas.
-Señor Dream, digo, Green… El desayuno está listo.
El escritor no se mueve. Su rostro pacífico apenas asoma en el almohadón. La mano blanca, caída hacia un lado, parece haber cedido a un esfuerzo fatal. Parker corre a tomarle el pulso y Mr. Green abre los ojos y le dice:
-Estoy muerto desde hace un minuto, pero fingiremos que no ha sucedido nada.
Mira otra vez el reloj en el espejo y comprueba que se ha equivocado: el minutero está levemente desplazado a la derecha y no a la izquierda como él había augurado. Mr. Green supone que sólo gracias a este error en sus previsiones aún sigue con vida. Rompe a reír mientras se pone las zapatillas y no ha dejado de hacerlo mientras se anuda la bata por la cintura. Parker, pasmado, sigue sentado en la cama. Antes de desaparecer por la puerta silbando, Mr. Green se da la vuelta con un brillo singular en los ojos y apoya una de sus huesudas manos en el marco dorado.
-Una última petición, Parker: prepárame los tinteros y la pluma. Hoy pasaré toda la mañana escribiendo.

viernes, 24 de octubre de 2014

Mi muñeco de hojalata



Ayer intenté reparar el muñeco de hojalata, ése que tiene la cabeza desprendida del cuerpo pero que avanza impasible por el parqué de la casa. "Es mejor dejarle así" me dije después de varios intentos vanos. No había manera de encajar las piezas. Quizá tampoco era necesario. Había suficiente poesía en ese cuerpo que caminaba con seguridad automática, que no se molestaba en tomar direcciones inopinadas, que seguía su pulso ortodoxo y previsible hasta que se le terminaba la cuerda y sus pasos se volvían espesos y un pie se detenía en lo alto y el otro, a punto de alzar el vuelo. Y entonces vuelvo a darle cuerda y empieza a caminar otra vez con brío, casi con entusiasmo, pero basta mirarlo unos segundos desde arriba para darse cuenta de que su andar es lento y de que no termina de llegar a ninguna parte. Sin embargo, él tiene la ilusión de que progresa, de que paso a paso va ganando terreno y deja atrás sus tormentos de hojalata. Sus brillantes brazos se balancean animosamente, imprimiendo fuerza a las piernas que en sus sueños le llevan lejos. Pienso que sería aún más feliz si no fuera un muñeco descabezado, si fuera un muñeco como los demás que giran su cabeza alegremente de un lado a otro. A pesar de que sus ojos no disfrutan del paisaje sabe contentarse con su suerte. Sólo por este motivo me he prometido a mí mismo que nunca dejaré de darle cuerda.

domingo, 12 de octubre de 2014

La visión de pájaro azul



Es un pájaro de color azul muy pálido, de un celeste blanquecino, que cabe en la palma de una mano. De sus alas se desprende un polvillo finísimo similar al de las mariposas. Su cabeza es muy redonda, sus ojillos parpadean dulcemente, el pico es parlanchín. Su cuerpo, delicado y bien proporcionado, está cubierto de plumas cuya suavidad recuerda a los muslos de una muchacha. Bien mirado, este pájaro tiene algo femenino; su presencia semeja la secreta encarnación de una mujer etérea y misteriosa.
Ha estado quieto durante unos minutos, recibiendo las caricias de mi tembloroso índice sobre su cabeza ejemplar, acurrucado en el cuenco de mis manos. Pero se ha despertado y ha echado a volar ligera y velozmente, posándose cada pocos segundos en algún lugar de la habitación. En este momento está en el saliente de uno de los estantes de mi biblioteca, junto a los libros que tanto me hacen soñar. A veces me mira, pero luego gira súbitamente la desconcertada cabeza, volviendo su curiosa pupila hacia otra parte de la estancia.
Es algo esquivo este pájaro. Parece inconstante y caprichoso. Me acerco a la estantería para cogerlo y vuela hacia la cama. Allí avanza a saltitos por el edredón y, cuando ve que mi mano se acerca, vuela otra vez y se detiene en el piano. Es tan ligero este pájaro que su peso no basta para hacer sonar las teclas. De nuevo quiero cogerlo, pero esta vez algo me detiene: el pájaro se ha puesto a cantar. Su canto es tan evocador que decido sentarme en la cama a escuchar. Enseguida siento una felicidad que se parece mucho al sueño y me dejo llevar por esa sencilla melodía en la que está todo.
Cuando me despierto el pájaro azul ya no está allí, pero en mis manos aún quedan restos de ese polvillo finísimo similar al que tienen en sus alas las mariposas.

sábado, 11 de octubre de 2014

Ruego al otro mundo.

Por el agujero de un cerrojo,
antes de que me deje este mundo,
yo quisiera tan solo un segundo,
poder ver el Otro.

Cola de lagartija

Tratando de atrapar una lagartija,
me quedé únicamente con su cola. 
Me quedé espantado al ver que nada fija
estaba, como lombriz danzante y loca.

El pedazo de carne se resistía
a dejar esta vida y luchaba como
queriendo distraer a la muerte fría
que rápidamente a todo da reposo.

Progresivamente su baile cesaba,
y los serpenteos se iban deteniendo
y al final esa quietud que siempre acaba
acabó y venció su postrer movimiento.

Con tanto afán que vi,
admirables y patéticos esfuerzos,
pensé: "Después de todo no es baladí
querer vivir después de muerto".