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viernes, 24 de octubre de 2014

Mi muñeco de hojalata



Ayer intenté reparar el muñeco de hojalata, ése que tiene la cabeza desprendida del cuerpo pero que avanza impasible por el parqué de la casa. "Es mejor dejarle así" me dije después de varios intentos vanos. No había manera de encajar las piezas. Quizá tampoco era necesario. Había suficiente poesía en ese cuerpo que caminaba con seguridad automática, que no se molestaba en tomar direcciones inopinadas, que seguía su pulso ortodoxo y previsible hasta que se le terminaba la cuerda y sus pasos se volvían espesos y un pie se detenía en lo alto y el otro, a punto de alzar el vuelo. Y entonces vuelvo a darle cuerda y empieza a caminar otra vez con brío, casi con entusiasmo, pero basta mirarlo unos segundos desde arriba para darse cuenta de que su andar es lento y de que no termina de llegar a ninguna parte. Sin embargo, él tiene la ilusión de que progresa, de que paso a paso va ganando terreno y deja atrás sus tormentos de hojalata. Sus brillantes brazos se balancean animosamente, imprimiendo fuerza a las piernas que en sus sueños le llevan lejos. Pienso que sería aún más feliz si no fuera un muñeco descabezado, si fuera un muñeco como los demás que giran su cabeza alegremente de un lado a otro. A pesar de que sus ojos no disfrutan del paisaje sabe contentarse con su suerte. Sólo por este motivo me he prometido a mí mismo que nunca dejaré de darle cuerda.

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