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lunes, 29 de febrero de 2016

Espía en el parque (II)



El temor de ser sorprendido en mi espionaje me mantenía a una distancia demasiado prudente como para oír lo que el muchacho decía, pero un día conseguí acercarme lo suficiente y presté mis atentos oídos a su voz clara, aunque algo entrecortada. Por desgracia, no hablo ruso, por lo que no pude entender una sola palabra. Sorprendentemente, mi curiosidad no se vio desalentada y seguí espiando al muchacho durante los días siguientes. Fue entonces cuando advertí que la segunda fase de comportamiento peripatético se volvía predominante con respecto a la primera, que el torrente de palabras tardaba cada vez menos en remansarse, e incluso en secarse por completo, en las silenciosas hondonadas de una calma consciente, a veces sonriente. Hacia el final de nuestra unilateral relación, tuve la impresión de que veía algún tipo de esperanza en el cielo gris, en los árboles desnudos, en el graznido de los cuervos. 

La última vez que le vi, estuve espiándole, como de costumbre, hasta que cerraron el parque. De hecho, el muchacho y yo fuimos los últimos en desalojarlo. A la salida, el chico se detuvo en un pequeño puente que se alzaba sobre el canal que bordeaba el parque. Yo pasé junto a él, fingiendo prisa por volver a casa, cuando en realidad tenía todo el tiempo del mundo, así que, tan pronto estuve fuera de su vista, me aposté detrás de una esquina para proseguir mi espionaje. Vi que se apoyaba con las dos manos sobre el borde de piedra, con ojos hipnotizados por el informe devenir del agua. Debajo, la arcada del puente se abría como una boca musgosa, tragándose la luz de las farolas y reflejando un abismo tan insondable como la muerte. La figura del muchacho, con su aire de tortuga, se espejeaba tenebrosamente en el agua verde botella del canal. De repente, sus brazos, hasta el momento tensos sobre el pretil, se plegaron bruscamente por los codos, cediendo ante la pesadez de un cuerpo que se derrumbaba en llanto. Los hombros se convulsionaban con violencia y el rostro había adoptado una mueca que evocaba la cara de los esquimales. Sin embargo, los suspiros y la respiración jadeante no dejaban lugar a dudas de que estaba llorado. 

Yo habría querido ir corriendo hacia él y darle un abrazo y decirle que todo estaba bien, pero esta vieja silla de ruedas y el peso de mis años habrían frustrado la realización de dicho deseo. Y aunque pude, en todo caso, haberme acercado y haberle dicho unas palabras, yo sabía que mi intervención en la escena arruinaría el momento, que si un desconocido (para él siempre lo he sido y siempre lo seré) trataba de intervenir, el chico se secaría rápidamente las lágrimas, avergonzado, y haría alguna torpe alusión al tiempo. Así que no me moví de mi escondite, sino que sencillamente me limité a observarle, pero en esa ocasión —que yo ya intuía la última— tan conmovido que casi me echo a llorar yo también. Me di cuenta de que el muchacho y yo habíamos compartido muchas cosas, muchas más de las que sospechaba. Y como, pese a que no sabía realmente cuál era su problema, tenía la fuerte impresión de que le conocía tan bien como a cualquiera de mis hijos, tan bien como a mí mismo, supe que ese muchacho, que en aquel momento lloraba con tanto desconsuelo, terminaría aceptando su propio camino, que es tanto como decir que terminaría siendo feliz. 

Desde la distancia y la oscuridad de mi escondite, que evitaba la menor posibilidad de que pudiese verme, tendí los brazos hacia delante y le envié un abrazo consolatorio, acompañado por un dulce susurro: «Todo está bien». Ésta es la parte más difícil de creer de lo que pasó, lo sé, pero no me cansaré nunca de jurar que, a juzgar por la perplejidad con la que miró a uno y otro lado y la sonrisa que poco después se dibujó en su semblante, algo de la energía amorosa con que había querido abrazarle había llegado, efectivamente, a su destino.

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