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martes, 3 de junio de 2014

Valeria y yo.


¿Te acuerdas de cuando paseábamos por la Rue Saint Martin y nos deteníamos en la cafetería del Lion d’Or a tomar leche con galletas? Era nuestro momento favorito del día, al atardecer, mirando por la ventana mecerse el río indefinido, perderse incógnito, como la suavidad de la manta al caer en mitad de la noche, y tú imaginabas ninfas bailando dentro del río, cuando sólo era el murmullo, unos chapoteos sueltos en la corriente inmortal. Y tu pelo brillaba absorto de luz, con la huella de mis manos que lo habían acariciado toda la jornada. El silencio nos afinaba como a dos violines destinados a tocar juntos en una orquesta, porque tocábamos en una orquesta: estábamos rodeados de gente que vibraba junto a nosotros.
Mis dedos recorrían toda tu forma. Eras el calco escultórico del canto de un pájaro, eras como el río, que ahoga todas las verdades y las sustituye por una belleza simple y perenne. Descansábamos uno en el otro, absolutos, sin necesidades espirituales ni físicas, pero incluso eso parecía no ser el amor, parecía ser algo que no cabe en ninguna palabra y está presente en todas, como ese enigma que habita en cada espacio de nuestro tiempo. Valeria, tú y yo nos amábamos porque adivinábamos quienes éramos, porque cada silencio arraigaba más nuestra mutua comprensión y porque nos rendíamos felices ante el misterio de nuestro vínculo.

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