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miércoles, 3 de febrero de 2016

Impresiones de una vivienda



El tipo hizo su aparición de repente, en la puerta de lo que, segundos antes, había juzgado una fábrica. Debía de tener menos de treinta años, pero su larga y frondosa barba le hacía parecer un mendigo viejo. Me invitó a que cruzara la verja que separaba la calle de su domicilio. Un enorme foco (similar a los que se emplean en los rodajes de películas) arrojaba, desde la esquina formada por el final de la verja y la fachada del extraño edificio, un potente haz de luz que cruzaba transversalmente el patio y que otorgaba protagonismo, incidentalmente, al lastimero conjunto de bragas y sujetadores que pendía de una cuerda, bajo una de las ventanas del edificio consecutivo. Un par de motos abrazadas, una bañera encabritada y el torso andrógino de un maniquí decapitado eran algunos de los objetos que el ojo podía distinguir en la penumbra, una penumbra que recordaba a la que se cierne sobre el patio de butacas cuando una función está a punto de comenzar. 

El tipo me invitó a pasar, empujando la misma puerta por la que había aparecido y que constituía un grabado histórico de declaraciones amorosas, insultos, palabras inventadas, bocetos soeces y marcas de navaja. En cuanto entré, algo me impulsó a mirar hacia arriba. La palabra “loft” apareció en mi conciencia y estuvo a punto de materializarse y echar a volar por el aire frío de la estancia, pero por algún motivo decidí que el término no era exacto y me lo guardé para mí. Mientras tanto, un alud de procesos perceptivos me mantenía ocupado y mi anfitrión no hizo demasiadas notas a mis impresiones; parecía como si quisiera que fuese yo el que hablara, y se mantenía estratégicamente callado o soltaba algún comentario neutral, anodino, que buscaba una confirmación contundente por mi parte, o acaso una refutación igual de enérgica. Sentí la espaciosidad del lugar como una especie de distante desamparo y, notando que el silencio empezaba a volverse denso entre mi anfitrión y yo, me lancé a la automática sarta de elogios diplomáticos. 

La iluminación de la casa era dispersa, aunque suficiente. Sus altísimos techos estaban construidos con tejas de plástico que permitían adivinar la opaca noche más allá de ellas. Aquel templo vintage estaba compuesto de tres plantas: en la baja (donde nos encontrábamos) estaba la cocina y un par de estudios; en la primera, estaban las habitaciones de los artistas que compartían el domicilio; en la segunda, había más estudios. Algunos estudios estaban encubiertos por cortinas translúcidas y otros mostraban impúdicamente el desorden, quizá genial, de su prolífico y ausente artista. Mientras mi anfitrión confirmaba mis sospechas al comentar que el edificio había sido, no mucho tiempo atrás, una fábrica de lapiceros, yo me dejaba llevar por una suerte de trance contemplativo, en el que mi mente no trataba de buscar una conexión lógica entre un banco de iglesia y un neumático de repuesto, entre una taladradora y una escultura de hielo, entre una exuberante madreselva artificial y la aterrada mirada de un niño en una fotografía en blanco y negro. Concluí que aquel caos debía necesariamente estimular la creatividad de los que vivían en él, que estaba siendo testigo del modo de vida de un grupo de personas, más que de un proceso esporádico de hábitos extravagantes.

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