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martes, 9 de febrero de 2016

Mono no aware



El joven recordó que los días de buen tiempo podía contemplarse la puesta de sol desde el amplio ventanal del salón. Se acercó, entonces, al elevado escaparate (era una sexta planta) y examinó el cielo en busca de signos de belleza. El firmamento aparecía surcado por hileras de nubes estratiformes y la amortiguada luz del día destacaba todas las cosas con la misma fotográfica uniformidad. No había nada especialmente extraordinario en la vista aérea de una calle residencial (vacía excepto por una pareja de niños que echaban carreras montados en bicicleta), ni en la azulada inclinación de los árboles del parque vecino, ni en la altiva inmovilidad de las torres de viviendas que recortaban el horizonte por sus acostumbrados bordes. 


De repente, el sol emergió de una remota nebulosa y, como por arte de magia, incendió de tonos rosados las mismas nubes que unos segundos antes se cernían ominosamente sobre la ciudad. La calle se vistió de colores frescos, como si la acabaran de pintar. Las nubes se separaron entre sí, luciendo una suerte de triunfante soledad, y los espacios de cielo malva sugerían la conciencia melancólica, intacta, de que nada es para siempre. El cuadro que se había revelado imprevisiblemente ante el joven era un conjuro de vida rebosante, un canto de cisne que podía fácilmente confundirse con una ensoñación. En el acto mismo de sacar el móvil para hacer una fotografía, supo que aquel espectáculo efímero no podría inmortalizarse con justicia en ningún dispositivo electrónico. Así que dejó el móvil en el bolsillo y siguió atestiguando la muerte de aquel día, feliz y triste, irrepetible, como cada momento vivido. Y siguió observando esa magnífica transitoriedad, a punto de ceder al llanto, mientras un perro ladraba desconsoladamente en el apartamento de al lado.  

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